Caricia espectral


Marina no podía creer la suerte que tuvo al poder alquilar el pequeño departamento a una cuadra del histórico museo. Podría ir cuantas veces quisiera a consultar las traducciones del Martín Fierro de la colección mundial que allí se guardaba. Se reían con su novio porque el despoblado ambiente hacía eco: un colchón en el suelo, dos o tres bolsos y una caja con cacharros recolectados entre los amigos eran todas las pertenencias con las que se habían instalado.

Cuando lleguen nuestros libros habrá menos eco —aseguró Juan.

Aquella noche durmieron incómodos. Sentían ruidos, como de caballos galopando.

¿Sentiste lo mismo que yo?—preguntó Juan.

Soñé que cabalgaba toda la noche.

Vos soñaste y yo escuché a los caballos. No puede ser que corra por aquí un tropel.

Bajaron a comprar y preguntaron. En el almacén les contaron una historia increíble. Juan, escéptico, debió contener la risa. Pero Marina se quedó pensando en esa historia sobre galopes nocturnos y una señora muy anciana barriendo por las madrugadas los patios del museo. Se había propuesto conocer la verdad. Juan, acostumbrado a sus locuras, se resignó a acompañarla. Así recorrieron el museo tres días seguidos, tratando de conocer todos los espacios.

Bueno, ya comprobaste que aquí no hay caballos, ni nada que justifique esos ruidos. Quién sabe de dónde retumban esos supuestos galopes —no terminó de decirlo y se asustó. La mirada de Marina le estaba respondiendo:

Me esconderé aquí mañana. Esas matas me taparán y podré observar si pasa algo.

Juan sabía que su novia no desistiría, así que decidió acompañarla.

Al día siguiente se sumaron a un contingente para la visita guiada. Esperaron la distracción de los asistentes del museo para correrse hasta los fondos y esconderse entre los arbustos. Soportaron algunas hormigas, mosquitos y tres o cuatro gatos curiosos que deambulaban por allí; hasta que pudieron salir cuando se retiró el último empleado. Se acomodaron en un recoveco en la galería, protegidos por las sombras. Los venció el cansancio…

El museo donde transcurre esta historia

Despertaron con las vibraciones del suelo y quedaron perplejos: una decena de caballos relucientes trotaba hacia el patio trasero. Los jóvenes estaban mudos, era evidente que eran fantasmas: blancos, translúcidos, brillantes como el agua. Olisqueaban hasta que todos giraron hacia una anciana, tan fantasmal como los equinos. Ella llevaba una cesta con zanahorias les habló, los acarició y les dio del los frutos de su canasta. Marina y Juan estaban confundidos porque todo era extraño pero que los caballos fantasmas recibieran de una anciana espectral zanahorias reales era lo más increíble. Los animales se retiraban tras unas cuantas caricias y luego la anciana barrió para dejar el patio tan limpio como lo había encontrado.

La vieja caminó hacia la cocina mientras su imagen se diluía, hasta desaparecer completamente. Marina y Juan treparon la verja y corrieron hasta su departamento. Permanecieron sentados en el colchón, mudos por largo rato.

Ni se te ocurra contar esto, van a decir que estamos locos.

No quiero contarlo, quiero volver.

¿Para qué Marina?

La joven convenció a su novio. Al día siguiente llevaron en la mochila zanahorias. Volvieron a escabullirse y esperaron. Marina colocó algunas sobre el pasto, dos potrillos se acercaron a comerlas. El bello equino, que parecía ser el líder de la manada, relinchó advirtiendo a la anciana de los intrusos. Marina y Juan estaban aterrorizados cuando la anciana se les acercó, sin embargo el fantasma les habló tiernamente:

¡Qué bueno que haya más zanahorias para mis caballos!

¿Quién es usted?— se atrevió a hablar Marina.

Fui por muchos años cocinera, desde cuando Josecitoi nació. El amaba a los caballos y siempre me robaba zanahorias de la cocina para alimentarlos. Cuando él viajaba yo me encargaba de seguir mimándolos.

Los potrillos pedían caricias a Marina, pero ella no se atrevió a rozar aquellas imágenes espectrales.

Vuelvan cuando quieran— dijo la anciana desdibujándose a cada paso.

Marina y Juan volvieron unas cuantas veces con zanahorias, hasta que se propusieron que acariciarían a aquellos animales. Ya no les temían, eran encantadores. Se acercaron resueltos a experimentar la sensación de tocar a un fantasma. Tomados de la mano para darse valor, acariciaron al mismo tiempo a los potrillos, entonces fueron envueltos por un halo espectral que los absorbió en un instante. La anciana fantasma se lamentaba: —¡Mi mala memoria! Olvidé decirles que no debían tocarlos.

Al día siguiente los empleados del museo se preguntaban que hacían esas mochilas cargadas de zanahorias en el patio trasero del museo.

Epílogo:

Marina y Juan, atrapados en un plano paralelo dentro del museo, tratan de mostrarse desde la zona espectral. Ella se cuela entre las fotografías que toman los visitantes con la esperanza que alguien la reconozca. Juan golpea los cacharros de la vieja cocina para llamar la atención. Así están hace años, los visitantes pasan entre ellos sin saber que esa corriente de aire frió que perciben la produce el roce de los espectros de ambos jóvenes en su intento por hacerse visibles.



Tercer Premio Concurso Existen, están, se cuentan. Secretaría de Cultura de San Martín, 2019

Historia ambientada en el Museo histórico José Hernández de la citada localidad en base a los mitos creados alrededor del mismo.






[i] José Hernández, autor del Martín Fierro.

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