La canchita del viejo

I El colectivo quedó semivacío cuando bajaron los pibes. Se apuran por dejar sus mochilas para salir, tras la merienda, a la calle que se llena de chicos y chicas de todas las edades. Es que el barrio no tiene plaza ni club, viéndose los niños obligados a improvisar en las veredas sus juegos y a utilizar la calle como cancha de fútbol. Esa tarde invernal estaba particularmente fría y los pibes estaban tristes porque el tucumano les había confiscado su tercera pelota (pelota que traspasaba la reja, pelota que no era devuelta). Algunos volvieron a sus casas, Julián, su primo Leo y Matías no se resignaban a dejar de jugar un “veinticinco”. Se sentaron en el cordón de la vereda a masticar su rabia, ninguno hablaba, los tres, con la cabeza gacha y los codos sobre las rodillas permanecieron así un buen tiempo. De pronto, el inconfundible rebote de una pelota hizo vibrar sus corazones. — ¿De dónde la sacaste?— preguntó Julián emocionado. —Me la regaló mi tío— contes...