Sonidos entrelazados
Alex giraba solo en el patio trasero. Era lo único que lo calmaba cuando sus hermanos peleaban o gritaban. No podía interactuar con ellos. A sus cinco años no había emitido ninguna palabra, ni compartido un juego, ni mirado a los ojos a su madre. Los ruidos de la casa lo atormentaban y él corría a refugiarse como pasajero de un trencito de juguete en un giro interminable. Había que esperarlo, si trataban de tocarlo era peor, solo los giros lo apaciguaban. Marta se asomó para ver si su hijo aminoraba la marcha, eso sería señal de que se iba calmando. Por entre las ligustrinas se veía la llegada de una familia que se instalaba en la casa lindera. “Hermanos del altiplano por todos lados” dijo con desprecio. Su marido se levantó y miró con disgusto a los nuevos vecinos. Alex giraba y giraba. Del otro lado del cerco un niñito de unos siete u ocho años lo observaba tímidamente. Se atrevió a llamarlo, pero Alex no le contestó. Siguió dando vueltas en ronda ...